No fue “la hija loca de James Joyce[i]”. Fue el campo de batalla donde el modernismo masculino ensayó sus técnicas de expropiación. Ese rótulo clínico y doméstico -repetido sin vergüenza en biografías literarias- no describe su vida, sino el dispositivo que la trituró: la conjunción entre padre genio, madre celosa, psiquiatra con sello oficial y un canon dispuesto a celebrar la locura masculina mientras encierra la femenina.