A Eugenio Vargas 1 Es tarde. La oscuridad envuelve a la estirpe de Micenas, que yace adormecida. En la parte más alta del palacio, ante la mirada impasible de los dioses, comparece un vigía. Acodado, y con cierto desespero, el atrida sin nombre escruta el firmamento. La noche es clara y psique es extensa —aunque nada sepa sobre ello—. El suave tremor de las estrellas pulsa una música lejana y secreta. Como perro que anhela el retorno de su amo, […]